La jornada se amoldaba a ambas referencias: la salida del sol era la señal del comienzo y su puesta el final; las horas canónicas se superpusieron a este sistema básico de contabilización temporal. Las estaciones hacían ajustar algunas oscilaciones, particularmente el invierno y el verano. Los medios para alargar artificialmente el día eran poco eficaces. Las velas de cera estaban reservadas a las iglesias y a los detentadores laicos del poder. Los campesinos solo poseían velas fabricadas con la grasa de la oveja o antorchas elaboradas con leña resinosa, en especial astillas de pino. El agua, la cera, el sebo o el aceite eran materiales muy imprecisos para la medición del tiempo.
La regulación del ritmo de vida diario no entraba en
contradicción con el sistema de las horas canónicas. En las ciudades, las
campanas de las iglesias ejercían un papel determinante como elemento guía de
las actividades humanas, ya que alertaban de peligros y marcaban el paso del tiempo. Durante la Alta Edad Media
había en las ciudades más importantes un verdadero reloj humano: el vigía o
campanero encargado de los toques horarios. Era quien tocaba a rebato si había
peligro inminente, como en caso de incendio o de proximidad de un enemigo. Los
toques coincidían con las horas canónicas que regían un tiempo esencialmente
rural: tres campanadas al salir el sol (hora prima); dos campanadas a media
mañana (hora tercia); una campanada, llamada el toque, al mediodía (hora
sexta); dos campanadas a media tarde (hora nona); tres campanadas a la puesta
del sol (vísperas); cuatro campanadas cuando había oscurecido del todo
(completas). Por último, a medianoche, sonaban las campanas de maitines, y a
las 03:00 o 04:00 de la madrugada, las de laudes (en los salmos que entonaban
los monjes se repetia […]
José Ignacio Ortega Cervigón, in Breve história de la vida cotidiana de la Edade Media occidental
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