Susan Sontag: Carta a Jorge Luis Borges
12 de junio de 1996
Querido Borges:
Dado que siempre colocaron a su literatura bajo el signo de
la eternidad, no parece demasiado extraño dirigirle una carta. Si alguna vez un
contemporáneo parecía destinado a la inmortalidad literaria, ese era usted.
Usted era en gran medida el producto de su tiempo, de su cultura y, sin
embargo, sabía cómo trascender su tiempo, su cultura, de un modo que resulta
bastante mágico. Esto tenía algo que ver con la apertura y la generosidad de su
atención. Era el menos egocéntrico, el más transparente de los escritores...
así como el más artístico. También tenía algo que ver con una pureza natural de
espíritu. Aunque vivió entre nosotros durante un tiempo bastante prolongado,
perfeccionó las prácticas de fastidio e indiferencia que también lo
convirtieron en un experto viajero mental hacia otras eras. Tenía un sentido
del tiempo diferente al de los demás. Las ideas comunes de pasado, presente y
futuro parecían banales bajo su mirada. A usted le gustaba decir que cada
momento del tiempo contiene el pasado y el futuro, citando (según recuerdo) al
poeta Browning, que escribió algo así como «el presente es el instante en el
cual el futuro se derrumba en el pasado». Eso, por supuesto, formaba parte de
su modestia: su gusto por encontrar sus ideas en las ideas de otros escritores.
Esa modestia era parte de la seguridad de su presencia.
Usted era un descubridor de nuevas alegrías. Un pesimismo tan profundo, tan
sereno como el suyo no necesitaba ser indignante. Más bien, tenía que ser
inventivo... y usted era, por sobre todo, inventivo. La serenidad y la
trascendencia del ser que usted encontró son, para mí, ejemplares. Usted
demostró de qué manera no es necesario ser infeliz, aunque uno pueda ser completamente
perspicaz y esclarecido sobre lo terrible que es todo. En alguna parte usted
dijo que un escritor debe pensar que cualquier cosa que le suceda es un
recurso. (Estaba hablando de su ceguera.)
Usted fue un gran recurso para otros escritores. En 1982 –es
decir, cuatro años antes de morir (Borges, son diez años)– dije en una
entrevista: «Hoy no existe ningún otro escritor viviente que importe más a
otros escritores que Borges. Muchos dirían que es el más grande escritor
viviente... Muy pocos escritores de hoy no aprendieron de él o lo imitaron».
Eso sigue siendo así. Todavía seguimos aprendiendo de usted. Todavía lo
seguimos imitando. Usted le ofreció a la gente nuevas maneras de imaginar, al
mismo tiempo que proclamaba, una y otra vez, nuestra deuda con el pasado, por
sobre todo con la literatura. Usted dijo que le debemos a la literatura
prácticamente todo lo que somos y lo que fuimos. Si los libros desaparecen,
desaparecerá la historia y también los seres humanos. Estoy segura de que tiene
razón. Los libros no son sólo la suma arbitraria de nuestros sueños y de
nuestra memoria. También nos dan el modelo de la autotrascendencia. Algunos
piensan que la lectura es sólo una manera de escapar: un escape del mundo
diario «real» a uno imaginario, el mundo de los libros. Los libros son mucho
más.
Lamento tener que decirle que la suerte del libro nunca
estuvo en igual decadencia. Son cada vez más los que se zambullen en el gran
proyecto contemporáneo de destruir las condiciones que hacen la lectura
posible, de repudiar el libro y sus efectos. Ya no está uno tirado en la cama o
sentado en un rincón tranquilo de una biblioteca, dando vuelta lentamente las
páginas bajo la luz de una lámpara. Pronto, nos dicen, llamaremos «notebook»
cualquier «texto» a pedido, y se podrá cambiar su apariencia, formular
preguntas, «interactuar» con ese texto. Cuando los libros se conviertan en
«textos» con los que «interactuaremos» según los criterios de utilidad, la
palabra escrita se habrá convertido simplemente en otro aspecto de nuestra
realidad televisiva regida por la publicidad. Este es el glorioso futuro que se
está creando –y que nos prometen– como algo más «democrático». Por supuesto,
usted y yo sabemos, eso no significa nada menos que la muerte de la
introspección... y del libro.
Por esos tiempos no habrá necesidad de una gran
conflagración. Los bárbaros no tienen que quemar los libros. El tigre está en
la biblioteca. Querido Borges, por favor entienda que no me da placer quejarme.
Pero, ¿a quién podrían estar mejor dirigidas estas quejas sobre el destino de
los libros –de la lectura en sí– que a usted? (Borges, son diez años.) Todo lo
que quiero decir es que lo extrañamos. Yo lo extraño. Usted sigue marcando una
diferencia. Estamos entrando en una era extraña, el siglo XXI. Pondrá a prueba
el alma de maneras inéditas. Pero, le prometo, algunos de nosotros no vamos a
abandonar la Gran Biblioteca. Y usted seguirá siendo nuestro modelo y nuestro
héroe.
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