Est. June 12th 2009 / Desde 12 de Junho de 2009

A daily stopover, where Time is written. A blog of Todo o Tempo do Mundo © / All a World on Time © universe. Apeadeiro onde o Tempo se escreve, diariamente. Um blog do universo Todo o Tempo do Mundo © All a World on Time ©)

segunda-feira, 31 de janeiro de 2022

Janela para o passado - restaurante Paris, Lisboa, 1908

História do relógio


in Acci, semanario informativo grafico - literario, 1957 (arquivo Fernando Correia de Oliveira)

Os relógios Parmigiani Fleurier no Relógios & Canetas online

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Meditações - I don’t really care what time it is

Clocked


I’m going to look at my watch

though I don’t really care what time it is.

Just slightly curious.

It’s funny when you see

it’s much earlier or later

than you thought,

but even funnier when it’s exactly

the time you thought.

 

But at my back etc.

Etc. being

“Desarts of vast Eternity.”

 

 

I give up.

It’s eleven eleven.

 

What ever happens

at eleven eleven?


Ron Padgett

domingo, 30 de janeiro de 2022

Janela para o passado - Freire Gravador, Lisboa, 1908

A trágica história do monge eremita do relógio

El ermitaño del reloj

Éste era una vez un capuchino que encerrado en un reloj de mesa esculpido en madera, tenía como oficio tocar las horas. Doce veces en el día y doce veces en la noche, un ingenioso mecanismo abría de par en par la puerta de la capillita ojival que representaba el reloj, y podía así mirarse desde fuera, cómo nuestro ermitaño tiraba de las cuerdas tantas veces cuantas el timbre, invisible dentro de su campanario, dejaba oír su tin, tin de alerta. La puerta volvía enseguida a cerrarse con un impulso brusco y seco como si quisiese escamotear al personaje; tenía el capuchino magnífica salud a pesar de su edad y de su vida retirada. Un hábito de lana siempre nuevo y bien cepillado descendía sin una mancha hasta sus pies desnudos dentro de sus sandalias. Su larga barba blanca al contrastar con sus mejillas frescas y rosadas, inspiraba respeto. Tenía, en pocas palabras, todo cuanto se requiere para ser feliz. Engañado, lejos de suponer que el reloj obedecía a un mecanismo, estaba segurísimo de que era él quien tocaba las campanadas, cosa que lo llenaba de un sentimiento muy vivo de su poder e importancia. 

Por nada en el mundo se le hubiera ocurrido ir a mezclarse con la multitud. Bastaba con el servido inmenso que les hacía a todos al anunciarles las horas. Para lo demás, que se las arreglaran solos. Cuando atraído por el prestigio del ermitaño alguien venía a consultarle un caso difícil, enfermedad o lo que fuese, él no se dignaba siquiera abrir la puerta. Daba la contestación por el ojo de la llave, cosa ésta que no dejaba de prestar a sus oráculos cierto sello imponente de ocultismo y misterio. 

Durante muchos, muchísimos años, Fray Barnabé (éste era su nombre) halló en su oficio de campanero tan gran atractivo que ello le bastó a satisfacer su vida; reflexionen ustedes un momento: el pueblo entero del comedor tenía fijos los ojos en la capillita y algunos de los ciudadanos de aquel pueblo no habían conocido nunca más distracción que la de ver aparecer al fraile con su cuerda. Entre éstos se contaba una compotera que había tenido la vida más gris y desgraciada del mundo. Rota en dos pedazos desde sus comienzos, gracias al aturdimiento de una criada, la habían empatado con ganchitos de hierro. Desde entonces, las frutas con que la cargaban antes de colocarla en la mesa, solían dirigirle las más humillantes burlas. La consideraban indigna de contener sus preciosas personas. 

Pues bien, aquella compotera que conservaba en el flanco una herida avivada continuamente por la sal del amor propio, hallaba gran consuelo en ver funcionar al capuchino del reloj. 

-Miren -les decía a las frutas burlonas-, miren aquel hombre del hábito pardo. Dentro de algunos instantes va a avisar que ha llegado la hora en que se las van a comer a todas -y la compotera se regocijaba en su corazón, saboreando por adelantado su venganza. Pero las frutas sin creer ni una palabra le contestaban: 

-Tú no eres más que una tullida envidiosa. No es posible que un canto tan cristalino, tan suave, pueda anunciarnos un suceso fatal. 

-Y también las frutas consideraban al capuchino con complacencia y también unos periódicos viejos que bajo una consola pasaban la vida repitiéndose unos a otros sucesos ocurridos desde hacía veinte años, y la tabaquera, y las pinzas del azúcar, y los cuadros que estaban colgando en la pared y los frascos de licor, todos, todos tenían la vista fija en el reloj y cuanta vez se abría de par en par la puerta de roble volvían a sentir aquella misma alegría ingenua y profunda. 

Cuando se acercaban las once y cincuenta minutos de la mañana llegaban entonces los niños, se sentaban en rueda frente a la chimenea y esperaban pacientemente a que tocaran las doce, momento solemne entre todos porque el capuchino en vez de esconderse con rapidez de ladrón una vez terminada su tarea como hacía por ejemplo a la una o a las dos, (entonces se podía hasta dudar de haberlo visto) no, se quedaba al contrario un rato, largo, largo, bien presentado, o sea, el tiempo necesario para dar doce campanadas. ¡Ah!, ¡y es que no se daba prisa entonces el hermano Barnabé! ¡Demasiado sabía que lo estaban admirando! Como quien no quiere la cosa, haciéndose el muy atento a su trabajo, tiraba del cordel, mientras que de reojo espiaba el efecto que producía su presencia. Los niños se alborotaban gritando. 

-Míralo como ha engordado. 

-No, está siempre lo mismo. 

-No señor, que está más joven. 

-Que no es el mismo de antes, que es su hijo. Etc., etc. 

El cubierto ya puesto se reía en la mesa con todos los dientes de sus tenedores, el sol iluminaba alegremente el oro de los marcos y los colores brillantes de las telas que éstos encerraban; los retratos de familia guiñaban un ojo como diciendo: ¡Qué! ¿aún está ahí el capuchino? Nosotros también fuimos niños hace ya muchos años y bastante que nos divertía. 

Era un momento de triunfo. 

Llegaban al punto las personas mayores, todo el mundo se sentaba en la mesa y Fray Barnabé, su tarea terminada, volvía a entrar en la capilla con esa satisfacción profunda que da el deber cumplido. 

Pero ay, llegó el día en que tal sentimiento ya no le bastó. Acabó por cansarse de tocar siempre la hora, y se cansó sobre todo de no poder nunca salir. Tirar del cordel de la campana, es hasta cierto punto una especie de función pública que todo el mundo admira. ¿Pero cuánto tiempo dura? Apenas un minuto por sesenta y el resto del tiempo, ¿qué se hace? Pues, pasearse en rueda por la celda estrecha, rezar el rosario, meditar, dormir, mirar por debajo de la puerta o por entre los calados del campanario un rayo vaguísimo de sol o de luna. Son estas ocupaciones muy poco apasionantes. Fray Barnabé se aburrió. 

Lo asaltó un día la idea de escaparse. Pero rechazó con horror semejante tentación releyendo el reglamento inscrito en el interior de la capilla. Era muy terminante. Decía: 

«Prohibición absoluta a Fray Barnabé de salir, bajo ningún pretexto de la capilla del reloj. Debe estar siempre listo para tocar las horas tanto del día como de la noche». 

Nada podía tergiversarse. El ermitaño se sometió. ¡Pero qué dura resultaba la sumisión! Y ocurrió que una noche, como abriera su puerta para tocar las tres de la madrugada, cuál no fue su estupefacción al hallarse frente a frente de un elefante que de pie, tranquilo, lo miraba con sus ojitos maliciosos, y claro, Fray Barnabé lo reconoció enseguida: era el elefante de ébano que vivía en la repisa más alta del aparador, allá, en el extremo opuesto del comedor. Pero como jamás lo había visto fuera de la susodicha repisa había deducido que el animal formaba parte de ella, es decir que lo habían esculpido en la propia madera del aparador. La sorpresa de verlo aquí, frente a él, lo dejó clavado en el suelo y se olvidó de cerrar las puertas, cuando acabó de tocar la hora. 

-Bien, bien, dijo el elefante, veo que mi visita le produce a usted cierto efecto; ¿me tiene miedo? 

-No, no es que tenga miedo, balbuceó el ermitaño, pero confieso que... ¡Una visita! ¿Viene usted para hacerme una visita? 

-¡Pues es claro! Vengo a verlo. Ha hecho usted tanto bien aquí a todo el mundo que es muy justo el que alguien se le ofrezca para hacerle a su vez algún servicio. Sé además, lo desgraciado que vive. Vengo a consolarlo. 

-¿Cómo sabe que... Cómo puede suponerlo?... Si nunca se lo he dicho a nadie... ¿Será usted el diablo? 

-Tranquilícese, respondió sonriendo el animal de ébano, no tengo nada en común con ese gran personaje. No soy más que un elefante... pero eso sí, de primer orden. Soy el elefante de la reina de Saba. Cuando vivía esta gran soberana de África era yo quien la llevaba en sus viajes. He visto a Salomón: tenía vestidos mucho más ricos que los suyos, pero no tenía esa hermosa barba. En cuanto a sabe, que es usted desgraciado no es sino cuestión de adivinarlo. Debe uno aburrirse de muerte con semejante existencia. 

-No tengo el derecho de salir de aquí -afirmó el capuchino con firmeza. 

-Sí, pero no deja de aburrirse por eso. 

Esta respuesta y la mirada inquisidora con que la acompañó el elefante azotaron mucho al ermitaño. No contestó nada, no se atrevía a contestar nada. ¡Era tal su verdad! Se fastidiaba a morir. ¡Pero así era! Tenía un deber evidente, una consigna formal indiscutible: permanecer siempre en la capilla para tocar las horas. El elefante lo consideró largo rato en silencio como quien no pierde el más mínimo pensamiento de su interlocutor. Al fin volvió a tomar la palabra: 

-Pero, preguntó con aire inocente, ¿por qué razón no tiene usted el derecho de salir de aquí? 

-Lo prometí a mi reverendo Padre, mi maestro espiritual, cuando me envió a guardar este reloj-capilla. 

-¡Ah!... ¿y hace mucho tiempo de eso? 

-Cincuenta años más o menos -contestó Fray Barnabé, después de un rápido cálculo mental. 

-Y después de cincuenta años; ¿no ha vuelto nunca más a tener noticias de ese reverendo Padre? 

-No, nunca. 

-¿Y qué edad tenía él en aquella época? 

-Andaría supongo en los ochenta. 

-De modo que hoy tendría ciento treinta si no me equivoco. Entonces, mi querido amigo -y aquí el elefante soltó una risa sardónica muy dolorosa al oído-, entonces quiere decir que lo ha olvidado totalmente. A menos que no haya querido burlarse de usted. De todos modos ya está más que libre de su compromiso. 

-Pero -objetó el monje-, la disciplina... 

-¡Qué disciplina! 

-En fin... el reglamento -y mostró el cartel del reglamento que colgaba dentro de la celda. El elefante lo leyó con atención, y: 

-¿Quiere que le dé mi opinión sincera? 

-La primera parte de este documento no tiene por objeto sino el de asustarlo. La leyenda esencial es: «Tocar las horas de día y de noche», éste es su estricto deber. Basta por lo tanto que se encuentre usted en su puesto en los momentos necesarios. Todos los demás le pertenecen. 

-Pero, ¿qué haría en los momentos libres? 

-Lo que harás -dijo el animal de ébano cambiando de pronto el tono y hablando en voz clara, autoritaria, avasalladora-, te montarás en mi lomo y te llevaré al otro lado del mundo por países maravillosos que no conoces. Sabes que hay en el armario secreto, al que no abren casi nunca, tesoros sin  precio, de los que no puedes hacerte la menor idea: tabaqueras en las cuales Napoleón estornudó, medallas con los bustos de los césares romanos, pescados de jade que conocen todo lo que ocurre en el fondo del océano, un viejo pote de jenjibre vacío pero tan perfumado todavía que casi se embriaga uno al pasar por su lado (y se tienen entonces sueños sorprendentes). 

Pero lo más bello de todo es la sopera, la famosa sopera de porcelana de China, la última pieza restante de un servicio estupendo, rarísimo. Está decorada con flores y en el fondo, ¿adivina lo que hay? La reina de Saba en persona, de pie, bajo un parasol flamígero y llevando en el puño su loro profeta. 

Es linda, ¡si supieras!, es adorable, ¡cosa de caer de rodillas! y te espera. Soy su elefante fiel que la sigue desde hace tres mil años. Hoy me dijo: «Ve a buscarme el ermitaño del reloj, estoy segura que debe de estar loco por verme». 

-La reina de Saba. ¡La reina de Saba! -murmuraba en su fuero interno Fray Barnabé trémulo de emoción-. No puedo disculparme. Es preciso que vaya y en voz alta: 

-Sí quiero ir. Pero ¡la hora, la hora! Piense un poco, elefante, ya son las cuatro menos cuarto. 

-Nadie se fijará si toca de una vez las cuatro. Así le quedaría libre una hora y cuarto entre éste y el próximo toque. Es tiempo más que suficiente para ir a presentar sus respetos a la reina de Saba. 

Entonces, olvidándolo todo, rompiendo con un pasado de cincuenta años de exactitud y de fidelidad, Fray Barnabé tocó febrilmente las cuatro y saltó en el lomo del elefante, quien se lo llevó por el espacio. En algunos segundos se hallaron ante la puerta del armario. Tocó el elefante tres golpes con sus colmillos y la puerta se abrió por obra de encantamiento. Se escurrió entonces con amabilidad maravillosa por entre el dédalo de tabaqueras, medallas, abanicos, pescados de jade y estatuillas y no tardó en desembocar frente a la célebre sopera. Volvió a tocar los tres golpes mágicos, la tapa se levantó y nuestro monje pudo entonces ver a la reina de Saba en persona, que de pie en un paisaje de flores ante un trono de oro y pedrerías sonreía con expresión encantadora llevando en su puño el loro profeta. 

-Por fin lo veo, mi bello ermitaño -dijo ella-. ¡Ah!, cuánto me alegra su visita; confieso que la deseaba con locura, cuanta vez oía tocar la campana, me decía: ¡qué sonido tan dulce y cristalino! Es una música celestial. Quisiera conocer al campanero, debe ser un hombre de gran habilidad. Acérquese, mi bello ermitaño. 

Fray Barnabé obedeció. Estaba radiante en pleno mundo desconocido, milagroso... No sabía qué pensar. ¡Una reina estaba hablándole familiarmente, una reina había deseado verlo! 

Y ella seguía: 

-Tome, tome esta rosa como recuerdo mío. Si supiera cuánto me aburro aquí. He tratado de distraerme con esta gente que me rodea. Todos me han  hecho la corte, quien más, quien menos, pero por fin me cansé. A la tabaquera no le falta gracia; narraba de un modo pasable relatos de guerra o intrigas picarescas, pero no puedo aguantar su mal olor. El pote de jenjibre tiene garbo y cierto encanto, pero me es imposible estar a su lado sin que me asalte un sueño irresistible. Los pescados conocen profundas ciencias, pero no hablan nunca. Sólo el César de oro de la medalla me ha divertido en realidad algunas veces, pero su orgullo acabó por parecerme insoportable. ¿No pretendía llevarme en cautiverio bajo el pretexto de que era yo una reina bárbara? Resolví plantarlo con toda su corona de laurel y su gran nariz de pretencioso, y así fue como quedé sola, sola pensando en usted el campanero lejano que me tocaba en las noches tan linda música. Entonces dije a mi elefante: «anda y tráemelo. Nos distraeremos mutuamente. Le contaré yo mis aventuras, él me contará las suyas». ¿Quiere usted, lindo ermitaño, que le cuente mi vida? 

-¡Oh, sí! -suspiró extasiado Fray Barnabé- ¡Debe ser tan hermosa! 

Y la reina de Saba comenzó a recordar las aventuras magníficas que había corrido desde la noche aquella en que se había despedido de Salomón hasta el día más cercano en que escoltada por sus esclavos, su parasol, su trono, y sus pájaros se había instalado dentro de la sopera. Había material para llenar varios libros y aún no lo refería todo; iba balanceándose al azar de los recuerdos. Había recorrido África, Asia y las islas de los dos océanos. Un príncipe de la China, caballero en un delfín de jade, había venido a pedir su mano, pero ella lo había rechazado porque proyectaba entonces un viaje al Perú, acompañada de un joven galante, pintado en un abanico, el cual en el instante de embarcarse hacia Citeres, como la viera pasar, cambió de rumbo. 

En Arabia había vivido en una corte de magos. Estos, para distraerla, hacían volar ante sus ojos, pájaros encantados, desencadenaban tempestades, terribles en medio de las cuales se alzaban sobre las alas de sus vestiduras, hacían cantar estatuas que yacían enterradas bajo la arena, extraviaban caravanas enteras, encendían espejismos con jardines, palacios y fuentes de agua viva. Pero entre todas, la aventura más extraordinaria era aquella, la ocurrida con el César de oro. Es cierto que repetía: «me ofendió por ser orgulloso». Pero se veía su satisfacción, pues el César aquel era un personaje de mucha consideración. 

A veces en medio del relato el pobre monje se atrevía a hacer una tímida interrupción: 

-Creo que ya es tiempo de ir a tocar la hora. Permítame que salga. 

Pero al punto la reina de Saba, cariñosa, pasaba la mano por la hermosa barba del ermitaño y contestaba riendo: ¡qué malo eres, mi bello Barnabé, estar pensando en la campana cuando una reina de África te hace sus confidencias! y además: es todavía de noche. Nadie va a darse cuenta de la falta. 

Y volvía a tomar el hilo de su historia asombrosa. 

Cuando la hubo terminado, se dirigió a su huésped y dijo con la más encantadora de sus expresiones: 

-Y ahora, mi bello Barnabé, a usted le toca, me parece que nada de mi vida le he ocultado. Es ahora su turno. 

Y habiendo hecho sentar a su lado, en su propio trono, al pobre monje deslumbrado, la reina echó hacia atrás la cabeza como quien se dispone a saborear algo exquisito. 

Y aquí está el pobre Fray Barnabé que se pone a narrar los episodios de su vida. Contó cómo el padre Anselmo, su superior, lo había llevado un día al reloj-capilla; cómo le encomendó la guardia; cuáles fueron sus emociones de campanero principiante, describió su celda, recitó de cabo a rabo el reglamento que allí encontró escrito; dijo que el único banco en donde podía sentarse era un banco cojo; lo muy duro que resultaba no poder dormir arriba de tres cuartos de hora por la zozobra de no estar despierto para tirar de la cuerda en el momento dado. Es cierto que mientras enunciaba cosas tan miserables, allá en su fuero interno tenía la impresión de que no podían ellas interesar a nadie, pero ya se había lanzado y no podía detenerse, Adivinaba de sobra que lo que de él se esperaba no era el relato de su verdadera vida que carecía en el fondo de sentido, sino otro, el de una existencia hermosa cuyas peripecias variadas y patéticas hubiera improvisado con arte. Pero, ¡ay! carecía por completo de imaginación y quieras que no, había que limitarse a los hechos exactos, es decir, a casi nada. 

En un momento dado del relato levantó los ojos que hasta entonces por modestia los había tenido bajos clavados en el suelo, y se dio cuenta de que los esclavos, el loro, todos, todos, hasta la reina, dormían profundamente. Sólo velaba el elefante: 

-¡Bravo! -le gritó éste-. Podemos ahora decir que es usted un narrador de primer orden. El mismo pote de jenjibre es nada a su lado. 

-¡Oh Dios mío! -imploró Fray Barnabé- ¿se habrá enojado la reina? 

-Lo ignoro. Pero lo que sí sé es que debemos regresar. Ya es de día. Tengo justo el tiempo de cargarlo en el lomo y reintegrarlo a la capilla. 

Y era cierto. Rápido como un relámpago atravesó nuestro elefante de ébano el comedor y se detuvo ante la capilla. El reloj de la catedral de la ciudad apuntaba justo las ocho. Anhelante, el capuchino corrió a tocar las ocho campanadas y cayó rendido de sueño sin poder más... Nadie por fortuna se había dado cuenta de su ausencia.

 Pasó el día entero en una ansiedad febril. Cumplía maquinalmente su deber de campanero: pero con el pensamiento no abandonaba un instante la sopera encantada en donde vivía la reina de Saba y se decía: ¿qué me importa aburrirme durante el día, si en las noches el elefante de ébano vendrá a buscarme y me llevará hasta ella? ¡Ah! ¡qué bella vida me espera! 

Y desde el caer de la tarde comenzó a esperar impaciente a que llegara el elefante. ¡Pero nada! Las doce, la una, las dos de la madrugada pasaron sin que el real mensajero diera señales de vida. No pudiendo más y diciéndose que sólo se trataría de un olvido, Fray Barnabé se puso en camino. Fue un largo y duro viaje. Tuvo que bajar de la chimenea agarrándose de la tela que la cubría y como dicha tela no llegaba ni con mucho al suelo, fue a tener que saltar desde una altura igual a cinco o seis veces su estatura. Y cruzó a pie la gran pieza tropezándose en la oscuridad con la pata de una mesa, resbalándose por encima de una cucaracha y teniendo luego que luchar con un ratón salvaje que lo mordió cruelmente en una pierna; tardó en pocas palabras unas dos horas para llegar al armario. Imitó allí el procedimiento del elefante con tan gran exactitud que se le abrieron sin dificultad ninguna, primero la puerta, luego la tapa de la sopera. Trémulo de emoción y de alegría se encontró frente a la reina. Ésta se sorprendió muchísimo: 

-¿Qué ocurre? -preguntó- ¿qué quiere usted, señor capuchino? 

-¿Pero ya no me recuerda? -dijo Fray Barnabé cortadísimo-. Soy el ermitaño del reloj... el que vino ayer... 

-¡Ah! ¿Conque es usted el mismo monje de ayer? Pues si quiere que le sea sincera, le daré este consejo: no vuelva más por aquí. Sus historias, francamente, no son interesantes. 

Y como el pobre Barnabé no atreviéndose a medir las dimensiones de su infortunio permaneciese inmóvil... 

-¿Quiere usted acabarse de ir? -silbó el loro profeta precipitándosele encima y cubriéndolo de picotazos-. Acaban de decirle que está aquí de más. Vamos, márchese y rápido. 

Con la muerte en el alma Fray Barnabé volvió a tomar el camino de la chimenea. Andando, andando se decía: 

-¡Por haber faltado a mi deber! Debía de antemano haber comprendido que todo esto no era sino una tentación del diablo para hacerme perder los méritos de toda una vida de soledad y de penitencia. ¡Cómo era posible que un desgraciado monje, en sayal, pudiera luchar contra el recuerdo de un emperador romano en el corazón de una reina! Pero... ¡qué linda, que linda era! 

Ahora es preciso que olvide. Es preciso que de hoy en adelante no piense más que en mi deber: mi deber es el de tocar la hora. Lo cumpliré sin desfallecimiento, alegremente hasta que la muerte me sorprenda en la extrema vejez. 

¡Quiera Dios que nadie se haya dado cuenta de mi fuga! ¡Con tal de que llegue a tiempo! ¡Son las siete y media! Si no llego en punto de ocho ¡estoy perdido! Es el momento en que se despierta la casa y todos comienzan a vivir. 

Y el pobre se apresuraba, las piernas ya rendidas. Cuando tuvo que subir agarrándose a las molduras de la chimenea, toda la sangre de su cuerpo parecía zumbarle en los oídos. Llegó arriba medio muerto. ¡Inútil esfuerzo! no llegó a tiempo... Las ocho estaban tocando. 

Digo bien: ¡las ocho estaban tocando! ¡Tocando solas, sin él! La puerta del reloj se había abierto de par en par, la cuerda subía y bajaba, lo mismo que si hubieran estado sus manos tirando de ellas; y las ocho campanadas cristalinas sonaban... 

Hundido en el estupor el pobre capuchino comprendió. Comprendió que el campanario funcionaba sin él, es decir, que él no había contribuido nunca en nada al juego del mecanismo. Comprendió que su trabajo y su sacrificio diario no eran sino de risa, casi, casi un escarnio público. Todo se derrumbaba a la vez: la felicidad que había esperado recibir de la reina de Saba y ese deber futuro que había resuelto cumplir en adelante obediente en su celda. Ese deber no tenía ya objeto. La desesperación negra, inmensa, absoluta penetró en su alma. Comprendió entonces que la vida sobrellevada en tales condiciones era imposible. 

Entonces rompió en menudos pedazos la rosa que le regalara la reina de Saba, desgarró el reglamento que colgaba en la pared de la celda, y agarrando el extremo de la cuerda que asomaba como de costumbre bajo el techo, aquella misma que tantas, tantas veces habían sus manos tirado tan alegremente, pasósela ahora alrededor del cuello y dando un salto en el vacío, se ahorcó.

Teresa de la Parra (arquivo Fernando Correia de Oliveira)

Os relógis Nomos no Relógios & Canetas online

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As personalidades que marcaram o último quarto de século na Relojoaria

Na edição 2022 do Anuário Relógios & Canetas







Meditações - Time has no mercy. It’s there. It stays still or it moves

Time as Memory as Story


                        Let’s say it’s half a century later.

                        Let’s say it’s never too late.

                        Let’s say Skull Valley.

                        Let’s say.

 

                        Let’s say it’s half a century later.

                        Let’s say it’s never too late.

                        Let’s say Skull Valley.

                        Let’s say.

 

Time has no mercy. It’s there. It stays still or it moves.

And you’re there with it. Staying still or moving with it.

I think it moves. And we move with it. And keep moving.

 

Eleven years old and soon to be in fifth grade. That’s time.

Boys’ time. Who knows what time it is but them. Eternally.

No one knows time better than they. Always and forever.

 

Our family. Mama, me, Angie, Gilbert, Earl, Louise.

Kids. Daddy working in Skull Valley for the AT&SF RY.

Mama just packed us up in New Mexico and moved us.

 

Suddenly. A surprise. To me anyway. To join Daddy.

Who was away most of the time. Arizona. California.

Sometimes Colorado. Sometimes Texas. Always away.

 

Railroad work, labor, heavy machinery. Rails and sun.

Trains always moving. I remember the war. The 1940s.

Soldiers. Tanks. Cannons with huge guns and wheels.

 

Time does have mercy. But it doesn’t enumerate or wait.

It moves. And we move with it. Though for boys, maybe?

I wanted to wait. So things could happen more gently.

 

A boy misses his father. A boy watches younger sisters.

And younger brothers. All growing. And he’s growing.

And he misses the times his mother is happy, laughing.

 

Who knows time as well as boys and their young worries?

I was a boy growing within a family, community. And dreams.

And girls. Girl teenagers. I adored them, their pretty ways.

 

In the fourth grade at McCartys. Made a bookshelf in shop.

Proudly. Sanded. Varnished. Shiny. For my Mama.

With love. I wanted to be a good carpenter like my Dad.

 

Dad drank though. Dark moods. Dark scary times. Danger.

And words hurtful, abrasive, accusing. Anger, pain, scorn.

A boy wonders. About time. About forever. When it ends.

 

I loved my Dad. Wonderful. Skilled man. Artist, singer.

Precious and assuring. Yet. Yet. Unpredictable moments.

You can never tell about time either. Like that, it is. It is.

 

We farmed. Corn, melons, chili, beets, carrots, cilantro.

Onions. Even potatoes in little mounds but they died.

Corn fields at night. Irrigating. June nights. I loved forever.

 

My grandpa I loved very much. Time was soothing then.

We didn’t really need time when days and nights were safe.

And with him they were. A healer and respected kiva elder.

 

Herded his sheep. Along with my uncle Estevan. And Roy.

Roy was a strange one. Chinese manner. So people said.

From Chinatown in California. He had a gentle soft smile.

 

And a storyteller he was. Yes. About his horse. Lightning.

Fast and nimble and quick. Lightning, his horse. He’d ride.

Yes, ride to see his girl to call her outside. Estella! Estella!

 

Stories. I’d listen. The boy I was. Seeing my uncle riding.

Riding his fast and nimble horse. I’d listen and he’d smile.

Memory and time. It doesn’t count all the time. Listening.

 

And because mothers are always loving. Alert. Ever caring.

Mama decided we must go to Skull Valley where Dad was.

Up to Grants, the depot there, we got on the westbound train.

 

Sacks and boxes, a trunk, suitcase or two. Clothes, things.

What did we have? I don’t remember. Not much though.

We never had much. Poor. And lonely for Dad always away.

 

I wonder. I wonder. Too often that’s been the Indian story.

Father gone. Mother and kids left behind. Is it like that?

Yes, too much. Dad didn’t like working for the hard railroad.

 

He’d complain and rant about the crude and mean whites.

The slave rules. The company. Trains powerful, unending.

Time I thought was in the trains. Fast, loud, dangerous.

 

I was afraid of the powerful trains. Like I said I’d see them.

Soldiers, army troop trains, going east and going west.

Unending. I wondered where they were all going. Where?

 

Lightning and thunder trapped in the train power and steel.

Yet I yearned for blue song. Hollow and lonely long tone.

Coming round the bend, and something beyond the horizon.

 

Far away maybe. Travel. Some other dream. Youth. Yes.

I liked songs. Music I heard on the radio. Hank Williams.

And stories that rang through the air. Talk and listening.

 

It was the first time ever we were leaving the reservation.

Only one world till then it seemed. Acoma community. Ours.

On the edge of another world though, something strange.

 

And fearful too. The dark moments. Like when Daddy drank.

When there was fire from another world. An unknown.

Yet fascinating somehow, oddly, something on the far horizon.

 

I didn’t remember riding the train before. Ever! Until then.

Like riding thunder. The horse, Lightning, Roy talked about.

Riding off somewhere into the dark night. Fast, fast. Fast.

 

Riding toward night. We watched the land speeding away.

Far across the land, along the edge of it was a highway.

With cars and trucks. Moving, moving. Only slower.

 

Time speeds, like you speed. Only not an awareness.

Or any way to tell what is taking place. When young.

And you’re trying to furnish your own answers, solutions.

 

To mysteries you’re anxious about. When all’s uncertain.

Youth is not the time when time is apparent. Too slow.

Or too fast. And you don’t really have clear reasons. Yet.

 

At Ashfork we got off the train onto the depot platform.

I sensed being lost. Lost mother and lost children. Dusk.

Where was this world? Where did home go? Children?

 

Lost at the edge of a strange world with a gray green depot.

Large letters painted. Little sister is hungry. She whimpers.

Mama says, “Hold my hand.” We walk, up street, walk, walk.

 

It could be Indians. A family, mother and children. Lost?

Where are they going? Up the street I think. Looking.

For something to eat. My mother held only a little money.

 

Hamburgers we split. Water and water. Self-conscious.

Moment is time. I looked out and saw a train passing.

Our train! I thought it was our train. But it wasn’t, just fear!

 

Wait. Then a train down Chino Valley. Long-distance night.

Stars vanished in too much night. Long day into night.

Where does time go? Does it go nowhere but into night?

 

Then at the sudden edge. The horizon. A vast bowl of light.

And only at the far end, trees. And still far ahead of us.

The train engine light. Always a light showing the way.

 

My brother and I excited. A deer stunned by train light.

Stilled. Stark. A cut stone. The dazzling moment held us.

Youth and time. Nothing like it. Thrilled. Never until then.

 

Years later I tried to tell about that moment to a love.

But love is time too. So. Can’t do anything but live time.

The horizon and beyond. Full of stars. Even unseen.

 

Always belief is firmer than faith. With and without dreams.

We arrived in Skull Valley early in the morning. Three-thirty?

Where were we? On the other side of the moon from Acoma.

 

A mother and her children and assorted bags and boxes.

Dreams. Time. Horizon. Farther from home than belief.

It felt like that. Within moment when you can’t turn away.

 

A train depot on the other side of the moon. Deserted.

After the train pulled away. Only the rails and starshine.

What’s a boy say to his mother? Earlier than anything.

 

A man whose picture I’d seen. White man. With a cap.

With a visor. Sitting at a tall wooden desk with shelves.

And a metal puzzle thing making clicking-clacking noises.

 

Who spoke with Mama. Who smiled. Who wondered at us.

An Indian woman with Indian children. Who were strangers.

Like we just came from the planet Acoma. The other side.

 

Of day. Of the present early morning night in that moment.

The telegrapher with the visor said. I think. I think he did.

He knew my father. Knew where he lived. Two miles away.

 

So we took a road. Early, early morning night trek. Time.

Shimmers in an odd amazing way. Within what might be.

A boy and a story. The dawn coming. Horizon ever so near.

 

When we knocked on his railroad worker housing door.

Daddy was shocked. In his underwear. Shadows upon.

And the background of his and Mama’s and our history.

 

We come to discover each other. All failures and gains.

Counting and mattering, no matter the time or sequence.

We laugh and hug and cry. Daddy. Daddy. We’re here.

 

Once again together. Family, history, travel, time, love.

To say what time is, even fifty years in the past to now.

In this moment, Skull Valley is just as real as it ever was.

 

Memory we cross and cross again. Treks, trauma, and on.

We do know what time is. It is loss and gain. A lingering.

Within discovery we come to ourselves. Finding. Destiny.

 

Moments recalled like friends. It was that way or another.

We’re fairly certain either way. Stories. They are with us.

Time doesn’t forsake. It doesn’t soothe or decrease. Never.

 

Skull Valley. A time for a boy. History engulfed beyond.

When I went back. Recently. I ate with friends at the cafe.

By the railroad track. I was fascinated by photographs.

 

Of the mountain lions in the mountains nearby. Ever there.

No matter what. And the stories of bones. Tall tales or truths.

They’re told. Apaches, it’s said. Wagon trains. Lies or no.

 

Our history is more than here. We know more than realize.

We realize what we don’t know. Or want to know. Truths.

Stalk us, just like they found. A boy. More than fifty years ago.

 

He discovered a world beyond Acoma. A world apart.

And a world together as time, memory, as story. As his own.

We seek and are found. Secure. Actual. Safe. And serene.

 

Last summer near Prescott that boy fifty vast years later.

Found carved images on stone walls that fit his hands.

Carved in time. Eternal as stone. Past and present. Ever.

 

                                                                Let’s say it is ever an ongoing story.

Simon J. Ortiz

sábado, 29 de janeiro de 2022

Anuário Relógios & Canetas - 25 anos a informar, on e offline


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Janela para o passado - alfaiataria, atelier de modista, Lisboa, 1908

Humor relojoeiro


 (arquivo Fernando Correia de Oliveira)

Os relógios Mr. Wonderful no Relógios & Canetas online

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Meditações - Time Long Past

Time Long Past


Like the ghost of a dear friend dead

Is Time long past.

A tone which is now forever fled,

A hope which is now forever past,

A love so sweet it could not last,

Was Time long past.

 

There were sweet dreams in the night

Of Time long past:

And, was it sadness or delight,

Each day a shadow onward cast

Which made us wish it yet might last—

That Time long past.

 

There is regret, almost remorse,

For Time long past.

'Tis like a child's belovèd corse

A father watches, till at last

Beauty is like remembrance, cast

From Time long past.


Percy Bysshe Shelley

sexta-feira, 28 de janeiro de 2022

Humor relojoeiro

Janela para o passado - Grandes Armazéns Franqueira, 1908

 

Os relógios Moritz Grossmann no Relógios & Canetas online

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Meditações - Who told me time would ease me of my pain!

Time does not bring relief; you all have lied  

Who told me time would ease me of my pain!  

I miss him in the weeping of the rain;  

I want him at the shrinking of the tide;

The old snows melt from every mountain-side,  

And last year’s leaves are smoke in every lane;  

But last year’s bitter loving must remain

Heaped on my heart, and my old thoughts abide.  

There are a hundred places where I fear  

To go,—so with his memory they brim.  

And entering with relief some quiet place  

Where never fell his foot or shone his face  

I say, “There is no memory of him here!”  

And so stand stricken, so remembering him.


Edna St. Vincent Millay

quinta-feira, 27 de janeiro de 2022

Janela para o passado - pára-raios, 1908

Como calar um relógio de cuco

José Castro y Serrano, in La serpiente enroscada, Dos historias vulgares,1891 (arquivo Fernando Correia de Oliveira)

Os relógios Monsieur no Relógios & Canetas online

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Suíça bate recorde absoluto de exportações em valor em 2021, mas exporta menos 4,9 milhões de relógios

O ano de 2021 terminou em alta para as exportações relojoeiras suíças - mais 8.7 por cento em valor em Dezembro, comparado com o mesmo mês de 2019. Isso contribuiu para que, no ano passado, o sector tenha exportado 22,3 mil milhões de francos, um recorde absoluto - mais 2,7 por cento do que em 2019 e mais 0,2 por cento do que em 2014, até agora o ano recorde. A recuperação da indústria relojoeira suíça para níveis pré-pandemia parece assim ter-se consolidado.

No entanto, como temos vindo a fazer notar, e em termos de volume, a quebra continua a ser acentuada - em Dezembro, foram exportados menos 230 mil relógios suíços, comparado com o mesmo período de 2019. E. no acumulado do ano passado, foram menos 4,9 milhões de relógios a sair das fábricas helvéticas para exportação face ao último ano pré-pandémico - menos 23,8 por cento, para um total de 15,7 milhões.

Como temos antecipado - Portugal, histórico mercado de destino da relojoaria suíça, e entre os 20 principais mercados antes do aparecimento do consumo maciço de países da Ásia, foi sendo relegado para os últimos lugares dos 30 principais. Em Dezembro de 2021, desaparece mesmo dessa lista, para a qual a Federação Relojoeira helvética disponibiliza estatísticas mais pormenorizadas. No acumulado do ano passado, Portugal ocupa a 29ª posição, tendo importado 99,7 milhões de francos em relógios suíços - menos 39,9 por cento do que em 2019.

Meditações - The hands fell off my watch in the night

Time Problem


The problem

of time.          Of there not being  

enough of it.

 

My girl came to the study

and said Help me;

I told her I had a time problem  

which meant:

I would die for you but I don’t have ten minutes.  

Numbers hung in the math book  

like motel coathangers. The Lean  

Cuisine was burning

like an ancient city: black at the edges,  

bubbly earth tones in the center.  

The latest thing they’re saying is lack  

of time might be

a “woman’s problem.” She sat there  

with her math book sobbing—

(turned out to be prime factoring: whole numbers  

dangle in little nooses)

Hawking says if you back up far enough  

it’s not even

an issue, time falls away into

'the curve' which is finite,

boundaryless. Appointment book,  

soprano telephone—

(beep End beep went the microwave)

 

The hands fell off my watch in the night.

I spoke to the spirit

who took them, told her: Time is the funniest thing  

they invented. Had wakened from a big

dream of love in a boat

No time to get the watch fixed so the blank face  

lived for months in my dresser,

no arrows

for hands, just quartz intentions, just the pinocchio  

nose         (before the lie)

left in the center;            the watch

didn’t have twenty minutes; neither did I.

My girl was doing

her gym clothes by herself;         (red leaked

toward black, then into the white

insignia)                  I was grading papers,

heard her call from the laundry room:  

Mama?

Hawking says there are two

types of it,

real and imaginary (imaginary time must be  

like decaf), says it’s meaningless

to decide which is which

but I say: there was tomorrow-

and-a-half

when I started thinking about it; now  

there’s less than a day. More

done. That’s

the thing that keeps being said. I thought  

I could get more done as in:

fish stew from a book. As in: Versateller  

archon, then push-push-push

the tired-tired around the track like a planet.  

Legs, remember him?

Our love—when we stagger—lies down inside us. . .  

Hawking says

there are little folds in time

(actually he calls them wormholes)

but I say:

there’s a universe beyond

where they’re hammering the brass cut-outs .. .

Push us out in the boat and leave time here—        

 

(because: where in the plan was it written,  

You’ll be too busy to close parentheses,

the snapdragon’s bunchy mouth needs water,  

even the caterpillar will hurry past you?

Pulled the travel alarm

to my face: the black

behind the phosphorous argument kept the dark  

from being ruined. Opened  

the art book

—saw the languorous wrists of the lady

in Tissot’s “Summer Evening.” Relaxed. Turning  

gently. The glove

(just slightly—but still:)  

“aghast”;

opened Hawking, he says, time gets smoothed  

into a fourth dimension  

but I say

space thought it up, as in: Let’s make

a baby space, and then

it missed. Were seconds born early, and why  

didn’t things unhappen also, such as

the tree became Daphne. . .

 

At the beginning of harvest, we felt

the seven directions.

Time did not visit us. We slept

till noon.

With one voice I called him, with one voice  

I let him sleep, remembering

summer years ago,

I had come to visit him in the house of last straws  

and when he returned

above the garden of pears, he said

our weeping caused the dew. . .

 

I have borrowed the little boat

and I say to him Come into the little boat,  

you were happy there;

 

the evening reverses itself, we’ll push out  

onto the pond,

or onto the reflection of the pond,  

whichever one is eternal.


Brenda Hillman

quarta-feira, 26 de janeiro de 2022

Sofia Jardim deixa as Relações Públicas da Tempus

Depois de 15 anos como Relações Públicas da importadora de relógios Tempus Internacional, Sofia Jardim deixa o cargo para voltar ao sector da hotelaria - vai ser criadora de eventos personalizados para um grupo português que está a investir na Comporta. Antes da Tempus, Sofia Jardim trabalhou como Marketing Manager na Edimpresa e no Cs Hotels &Resorts.

Janela para o passado - grande fábrica de bilhares, 1908

Exposição de relógios desportivos vintage na Boutique Vacheron Constantin em Lisboa

A Boutique Vacheron Constantin na Avenida da Liberdade, 192 A, em Lisboa, acolhe até 10 de Fevereiro um conjunto de peças históricas relacionadas com a sua tradição no segmento do relógio desportivo.





Um relógio de quartzo comprado a prestações para a Emissora Nacional, cujo Sinal Horário se perdeu

(arquivo Fernando Correia de Oliveira)

A 29 de Agosto de 1953, foram precisas as assinaturas do Presidente da República, Craveiro Lopes; do Presidente do Conselho (primeiro-ministro), Salazar; e do discípulo deste último e Ministro das Finanças, Águedo de Oliveira, para que a Emissora Nacional de Radiodifusão adquirisse à Siemens, e em três prestações, um relógio de quartzo para o seu serviço horário. Custou 250 mil escudos, ou 250 contos, ou ainda 1.250 euros, uma importância considerável à época (o salário médio anual nacional em 1953 era de 7,8 contos).

Terá sido um dos primeiros, se não o primeiro, relógio de quartzo adquirido em Portugal, demonstrando o peso institucional e social do Sinal Horário da Emissora Nacional no país (data de 1972 a aquisição de uma central horária com relógio de quartzo, marca Patek Philippe, para o Observatório Astronómico de Lisboa, entidade que ainda hoje define e emite a Hora Legal nacional).

Sobre o Sinal Horário da Emissora Nacional (RDP depois do 25 de Abril de 1974 e hoje RTP), escrevemos em História do Tempo em Portugal (2003):

Recorda-nos Mário Costa, nas suas Duas curiosidades lisboetas..., que dois elementos contribuíram no século XX português para a vulgarização e conhecimento da hora oficial: um foi o relógio falante, da Companhia dos Telefones de Lisboa (uma gravação à hora, minuto e segundo, o célebre “ao terceiro sinal serão...), que ainda vigora, mas agora abreviado – “ao segundo sinal serão…”

O segundo elemento é o sinal horário da Emissora Nacional de Radiodifusão, iniciado quando a rádio era o grande meio de ligação comunitário luso, “de Lisboa a Timor”. Esse sinal sobreviveu aquando da passagem da mudança de nome da Emissora Nacional para RDP (depois da democratização do país, em 1974) e só em 1992 foi extinto temporariamente por uma administração apressada. Perante os protestos generalizados, pouco depois estava de novo no ar. Em Setembro de 2003, com o pretexto de entrada em vigor de uma nova grelha de programação, o sinal foi mais uma vez abolido e substituído por um mais anódino. Logo voltaram os protestos. Um “histórico” como Adelino Gomes, dizia que se tinha deitado para o lixo, num segundo, “o mais belo sinal horário do mundo”, “solene e límpido”, “a imagem de marca, o referencial estético sonoro do serviço público de Radiodifusão”. A própria Comissão de Trabalhadores diria que o desaparecimento do velho sinal horário, de “estética subtil” e “património” da empresa, “é como se a Rolls Royce repentinamente retirasse o ícone da ‘proa’ dos seus carros”.

Os relógios Meccaniche Veloci no Relógios & Canetas online

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Meditações - into the foam of time

Time Zones


Time is crying upon the backs of lizards,

Through the white stone of the medieval city

They dash.

The houses that are walking up the stairs,

Flowers out of ruins,

Further into the fortress,

The sounds of a language registers

In our dreams.

 

Words which are my hat in the city,

Coming through the bamboo

The shadows of lost meaning—

Tilted light making slivers

Through the forest of the mambo

Behind the eyes.

 

Time will shine your head into skull

The circle song will come again and again,

If we forget how to lay out a village,

Just open a guayaba in half,

These seeds are perfect,

And can guide you back,

Your hands the electric of the ghosts.

 

In the Persia of shining alfombras,

A belly button silks upon a horse,

Enters a tent of rhythms,

Makes the trees dance into shape,

Rubén Darío saw them in the river,

Bathing in the echoes of the castles,

His Indio head,

Clean enough to measure

The tempo of a camel,

The first string that vibrated

The Rock of Gibraltar,

To sway Greco-Roman lips,

Arising fire of Gypsy song,

Was making Castile dress and undress,

With the sounds that were hitting the moon

And falling down unto earth as colors.

 

Of boats that were my shoes.

Atlantic chachachá.

Splicing through 101st Street brick.

Which covered dancing verdure green

Rectangular mangos,

Cylindric bananas

Sounds in the sky blue tropic: mind.

 

Trees are making maracas

That will soon make you dance.

 

Water is their god of cadence,

As I sea walk through coconut heights,

Legs of tamarind,

Purple orchids arranged like syllables,

Insects of the morning dew sting verses on café.

In embroidery of Italians,

Garcilaso came to José Martí,

Who ducked Spanish spies

In Manhattan

And hugged Walt Whitman’s beard in Philadelphia

As the Cuban Habaneras’ Shango

Made it south to tango.

 

Boats are ages sailing on water,

Parrots are flying out of castanets,

Flamenco peeling pineapples

That go up the river,

The water that became El Quijote’s language,

As a cane field disappears into a bottle,

To awake in a little town

With molasses orbiting the cathedral,

A wooden saint slicing through the

Mountain full of potassium radiation,

Slanted plátanos pointing into medieval

Liturgy,

Bongo and ocean waves carving

Phantasmal antiquity

Through the fabulous language

That has taken the shape of

An Andalusian rhyming door,

One after the other.

Perfume pagano

Sailing out of the archways,

As Ricardo Ray turns into a centipede,

Marching across a Brooklyn piano,

For dancers to Sanskrit their

Gypsy feet,

Upon Albaicín ceramic tile.

Caribbean sun melts the caramel,

Making our first national flag:

White skirts waving  in the air.

Machetes taking off like helicopters

Chopping off branches for timbale sticks,

The hands of the sun hitting the

Moon like a drum—

Making the atmosphere of moisture

Heat up,

For the chorus of the song

To come back down upon us polinizando

The carnival flower,

A serenade walkilipiando.

 

Sliding upon seashells,

That disappear into the foam of time,

One age living next to another,

We are both living things at once,

We are the cadaver that is

About to be born.


Victor Hernandez Cruz